El sufragio por las almas del Purgatorio - Sermón de Monseñor Lefebvre

Fuente: Distrito de América del Sur

FIESTA DE TODOS LOS SANTOS Y CONMEMORACIÓN DE LOS FIELES DIFUNTOS 
Sermón del 1 de noviembre de 1978

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Mis muy queridos amigos,
Mis muy queridos hermanos,

La Iglesia tiene la costumbre de asociar la fiesta de Todos los Santos con las almas del purgatorio. De hecho, desde esta noche la Iglesia nos pide orar por las almas del purgatorio y mañana, todo el día, está dedicado a ellas. Los sacerdotes que celebrarán mañana tres misas para suplicar a Nuestro Señor que libere las almas del purgatorio, podrán solicitar en cada una de sus misas una indulgencia plenaria para ellas. Por eso quisiera, en estos breves momentos, llamar vuestra atención y haceros reflexionar sobre esta realidad del purgatorio y sobre la devoción que debemos tener por estas almas que sufren en este lugar de purificación.

Primero, ¿existe el purgatorio? Si creyéramos todo lo que se escribe hoy, incluso por miembros de la Iglesia católica, estaríamos tentados a creer que el purgatorio es una fábula medieval. No, el purgatorio es un dogma, un dogma de nuestra fe. Cualquiera que no crea en el purgatorio es un hereje. De hecho, ya en el siglo XIII, el Concilio de Lyon afirmó solemnemente la existencia del purgatorio. Luego, el Concilio de Letrán, en el siglo XV, volvió a afirmar la realidad del purgatorio. Y finalmente, el Concilio de Trento, contra la negación de los protestantes, confirmó solemnemente, para conservar la fe, la necesidad de creer en la existencia del purgatorio. Por tanto, es seguro que se trata de un dogma de nuestra fe, un dogma sobre todo afirmado y fundado en la Tradición más que en la Escritura. Sin embargo, la Escritura ofrece pasajes que aluden lo más claramente posible a la existencia del purgatorio. Tenemos en una epístola, que además es utilizada por la Iglesia para las misas que se dicen por la intención de las almas del purgatorio, la historia de los Macabeos (2 Mc 12, 43-46): Judas Macabeo envió a Jerusalén una suma de 12.000 dracmas para pedir a los sacerdotes que ofrecieran un sacrificio por los soldados caídos en combate, para que fueran liberados de su dolor y pudieran ingresar al Cielo. Y la Sagrada Escritura añade: “Es un pensamiento saludable orar por nuestros muertos” (2 Mc 12,46). San Pablo también alude a las almas del purgatorio, diciendo que algunas almas irán al Cielo inmediatamente, otras, cuasi per ignem (1 Cor 3,15), irán también al Cielo, pero como por fuego, aludiendo ciertamente a una necesaria purificación de las almas que no están perfectamente preparadas para entrar al Cielo. Y es sobre estas alusiones, y particularmente sobre la Tradición que nos han legado los Apóstoles y los Padres de la Iglesia, que la Iglesia fundó su fe en la existencia y en la realidad del purgatorio.

¿Por qué el purgatorio? Porque obviamente debemos entrar al Cielo con la más perfecta pureza de alma. Es inconcebible que las almas puedan entrar en la visión de Dios, entrar en unión con Dios -una unión que sobrepasa todo lo que nuestra imaginación pueda pensar, cualquier cosa que podamos concebir: entrar en la Divinidad misma, participar de la luz de Dios- con disposiciones que serían contrarias a esta luz, contrarias a esta gloria de Dios, a esta pureza de Dios, a esta santidad de Dios. Es inconcebible. Por lo tanto, aquellos que murieron en estado de gracia, pero que no pagaron íntegramente la pena que corresponde al pecado después de que éste fue perdonado y que murieron con pecados veniales, deben pasar por este lugar de purificación que los hará dignos de estar presentes ante Dios en su Santísima Trinidad. Por tanto, es algo muy normal, porque no debemos olvidar que si el pecado nos es perdonado, queda en nosotros un desorden que fue establecido por el pecado. Sin duda, la culpa moral ya no existe porque ha sido perdonada por el sacramento de la penitencia, pero lo cierto es que nuestra alma ha sido herida, nuestra alma ha sufrido un desorden que debe ser reparado. Esto se puede comparar con alguien que ha pecado robando a su prójimo: no sólo se debe acusar ante Nuestro Señor en el sacramento de la penitencia y recibir la absolución, sino que debe devolver la suma que robó. Y podemos comparar este robo con todos los pecados que hemos cometido: hemos creado un desorden, hemos creado una injusticia, tenemos que reparar esta injusticia incluso después de que el pecado haya sido perdonado. Por esto las almas en el purgatorio permanecen allí hasta el momento en que esta pena, que corresponde al pecado perdonado, haya sido absuelta; entonces estas almas quedarán perfectamente purificadas.

¿Cuál es el estado de las almas en el purgatorio? ¿Pueden las almas del Purgatorio acortar este tiempo de purificación por méritos que podrían adquirir por sí mismas? No. De ahora en adelante las almas del purgatorio ya no podrán merecer por sí mismas. ¿Por qué? Porque ya no están aquí. Ya no están como nosotros, en el estado en que aún podemos merecer porque podemos todavía hacer elecciones. Y por el hecho de que elegimos el bien en lugar del mal, merecemos la recompensa. Las almas del purgatorio no tienen ya elección que tomar. Están definitivamente fijadas en su gracia, en la gracia santificante. Tienen la certeza de ser elegidos y esto les provoca una alegría profunda, una alegría inalterable. Saben que están destinados al Cielo, pero también sufren dolores indecibles porque, sabiendo ahora mucho mejor que nosotros lo que Dios es y lo que Dios nos ha prometido por la gracia, la gloria que nos espera en el Cielo, están dolorosamente heridos por la idea de que todavía no podrán acercarse a Dios y vivir en Dios por la eternidad. También les corroe el remordimiento al pensar en la bondad de Dios, en la caridad de Dios, de la que son más próximos. Entienden mejor la caridad que Dios ha tenido para con ellos, y cuánto han pecado y se han alejado de Dios. Por eso sufren, y saben que sufren justamente por los pecados que han cometido y deben ser purificados para llegar a la gloria del Señor.

Por tanto, las almas del purgatorio no pueden acortar sus sufrimientos. ¿Cómo podrían entonces acelerar el acceso al Cielo? Ellos confían en nosotros. Somos nosotros quienes, a través de la unidad del Cuerpo Místico, podemos merecerlos. Es a través de esta realidad del Cuerpo Místico de la Iglesia que estamos unidos a las almas del purgatorio; la Iglesia sufriente y la Iglesia militante están unidas en Nuestro Señor Jesucristo. Y como nosotros podemos hacer méritos por ellas, podemos pedir a Nuestro Señor en nuestras oraciones, y en particular mediante el Santo Sacrificio de la Misa, que las almas del Purgatorio sean liberadas más rápidamente. Debemos hacerlo, es un deber que nosotros tenemos, para aquellas almas que sufren y que esperan de nosotros la liberación del purgatorio. Podemos hacerlo, pues, con nuestras oraciones y, en particular, ofreciendo el santo sacrificio de la misa. Podemos hacerlo con nuestras penitencias, penitencias que debemos cumplir también por nosotros mismos, para reparar la pena debida después del perdón del pecado con el fin de disminuir nuestro purgatorio y, si Dios lo quiere, si a Dios le place, no pasar por el purgatorio sino ir directamente al Cielo para unirnos a Él.

Debemos, pues, hacer sacrificios por estas almas del purgatorio y también aprovechar el tesoro que la Iglesia pone a nuestra disposición, el tesoro de los méritos de los santos, de todos los que han pasado por aquí abajo. La Iglesia tiene un tesoro de méritos que puede poner a disposición de las almas que estén dispuestas a utilizarlos para las almas del purgatorio. La Iglesia nos pide que realicemos ciertos actos –peregrinaciones, oraciones especiales– para adquirir méritos y aplicarlos a las almas del purgatorio. Esto es lo que podemos hacer por ellos y esto es un gran estímulo para nosotros, un estímulo para santificarnos. Si realmente entendiéramos lo que sufren estas almas en el purgatorio, haríamos todo lo posible para liberarlas y también para asegurarnos de evitar el purgatorio tanto como sea posible.

En cuanto a las indulgencias que da la Iglesia, es bueno saber que éstas se basan en una verdad perfectamente reconocida por la Iglesia y en la que debemos creer: la realidad del Cuerpo Místico de Nuestro Señor Jesucristo. Pero el propio Concilio de Trento nos pide que evitemos entrar en las sutilezas del número de indulgencias, sutilezas de cualquier cálculo que se haría según apreciaciones más o menos exactas. Uno puede preguntarse, por ejemplo, si por una misa celebrada en un altar privilegiado, en un altar donde se recibe una indulgencia plenaria que se puede aplicar a las almas del purgatorio, es absolutamente seguro que el alma a la que se le otorgará la indulgencia aplicada, será liberada inmediatamente de sus dolores e irá al Cielo. En principio sí. ¿Por qué ? Porque la indulgencia plenaria la hace precisamente la Iglesia para borrar por completo las penas que se deben después de que el pecado ha sido perdonado. Pero como muy bien dice el Concilio de Trento, depende de Dios dar esta indulgencia. Esta indulgencia depende de Dios que ve la disposición de las almas. Por tanto, es Él quien, en última instancia, es el juez de todas las cosas, de todo lo que deben sufrir estas almas en el purgatorio y de los dolores que deben expiar. En consecuencia, no se puede llegar de manera absolutamente matemática a la conclusión de que, tan pronto como uno hace tal acto, o realiza tal oración, o asiste a tal misa y recibe una indulgencia plenaria, necesaria y absolutamente, el alma queda liberada de los dolores del purgatorio. Depende de la justicia divina. Sin embargo, debemos esperar y pensar que el Buen Dios, mencionando precisamente todos estos méritos adquiridos por la Iglesia, aplique estas indulgencias, y podemos realmente esperar que estas almas sean liberadas.

Es por eso que debemos meditar a menudo sobre esta realidad del purgatorio, estar unidos a las almas de nuestros hermanos, de nuestros padres, de nuestros amigos difuntos y de todo ese inmenso número de almas que no tienen a nadie que las conozca y que rece por ellas. Por eso, debemos rezar con frecuencia por las almas del purgatorio y para ello debemos inspirarnos en las magníficas oraciones de la liturgia de los difuntos. Porque si hay una liturgia que contiene tesoros de belleza, de grandeza, de sublimidad, es la liturgia de los muertos. Desgraciadamente hay que decir que hoy la forma en que la reforma litúrgica ha afectado y modificado estas oraciones ha sido una gran desgracia para la Iglesia.

Por otra parte, cuando hablamos de nuestros queridos difuntos, creo que es bueno aludir también a la reforma que se hizo en el Concilio respecto de la cremación de cadáveres. En el derecho canónico está escrito que aquellos que, de una forma u otra, hayan deseado y expresado el deseo de que sus cuerpos sean cremados en el momento de su muerte, deben ser privados de la sepultura eclesiástica. Privados del entierro eclesiástico: esa es la ley. Sin duda la Iglesia, en el Concilio, cambió este derecho, pero esta es una de las cosas que parece más abominable porque, desde el principio de su existencia, la Iglesia ha querido que los cuerpos, que son los templos del Espíritu Santo, que han sido santificados por el bautismo, santificados por los sacramentos, por la presencia del Espíritu Santo, santificados por la recepción del sacramento de la Eucaristía, sean venerados. Y está marcado en el derecho canónico que incluso los miembros de un cristiano, de un católico, que son amputados en una clínica, deben ser enterrados, no deben ser quemados. Vean hasta qué punto la Iglesia tiene el respeto, la veneración de los miembros que han sido santificados por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo. Por lo tanto, rechazaremos absolutamente esta abominable costumbre, que es además una costumbre masónica. El derecho canónico alude a aquellas asociaciones en las que se exige la cremación de los cuerpos, y esas asociaciones son precisamente asociaciones masónicas. Entonces, realmente nos preguntamos cómo podríamos aceptar tal eventualidad sin haber sido influenciados por estas asociaciones masónicas...

Por tanto, debemos guardar un gran respeto por el cuerpo de los muertos, por aquellos que han sido santificados, y debemos enterrarlos como siempre lo han hecho los cristianos. Debemos tener adoración a nuestros muertos y adoración a nuestros cementerios. El mantenimiento de las tumbas de nuestros difuntos debe ser siempre perfecto para que demostremos la fe que tenemos en que los cuerpos algún día resucitarán.

He aquí, mis muy queridos hermanos, cuál debe ser nuestro pensamiento con motivo de este día de difuntos que tendremos mañana. Vivamos en unión con las almas del purgatorio y pidámosle a la Santísima Virgen María, ella que estuvo presente en el sepulcro de su Hijo, pidámosle que nos dé el amor y respeto que tuvo por el Cuerpo de su divino Hijo. Pidámosle también que nos dé respeto por los cuerpos de los que han fallecido, de los fieles, de nuestros amigos, de nuestros familiares fallecidos.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Que así sea.