IC 145 - Juan XXIII, Juan Pablo II, ¿santos?

Por qué tanto apuro para realizar estas canonizaciones? ¿Por qué se dispensó a Juan XXIII de un segundo milagro? Porque cuanto más pasa el tiempo, más evidentes se hacen cada día los desastres conciliares. La herencia podría ser puesta en tela de juicio. Ya se dejan oír voces —y no de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X— que se animan a empezar a criticar el último Concilio y sus consecuencias. Entonces, para asegurar la perennidad del espíritu y las conquistas del Vaticano II, se torna necesario canonizar a sus autores y así canonizar el Concilio mismo.

Editorial del Superior del Distrito

En algunos días —concretamente el próximo 27 de abril— el Papa Francisco procederá a la “canonización” de Juan XXIII y de Juan Pablo II. El mundo aplaude efusivamente y se extasía, al tiempo que son raros los que emiten reservas o desaprueban esta iniciativa. Las comunidades Ecclesia Dei guardan silencio… La Fraternidad San Pío X, junto a las congregaciones amigas, es la única que denuncia este acto de graves implicancias. Serán elevados a los altares y presentados a la veneración de los fieles dos papas que tuvieron un rol fundamental en la autodemolición de la Iglesia que tiene lugar desde hace cincuenta años.

Porque temían una rebelión del ala modernista del episcopado, puesta fuera de juego pero no vencida por San Pío X, los Papas Pío XI y Pío XII renunciaron a convocar un concilio que algunos reclamaban para terminar los trabajos del Concilio Vaticano I, interrumpidos por la guerra de 1870. Juan XXIII, tomando a todos por sorpresa, anunció la celebración de un concilio el 25 de enero de 1959, con el objeto de “hacer entrar aire fresco en la Iglesia”. Esta expresión, empleada por él tanto en privado como en público, ponía en evidencia su deseo de hacer un aggiornamento, es decir, una puesta al día de la Iglesia con el mundo moderno, pensando que había llegado el momento de reconciliarlos. Semejante utopía tuvo consecuencias incalculables.

El ala progresista no se equivocó. Algunos días después de este anuncio, cierto Juan Bautista Montini, Obispo de Milán y futuro Pablo VI, creado cardenal en el primer consistorio reunido por Juan XXIII, dirá que “este concilio liberará fuerzas vivas sin igual en la Iglesia”. Estas fuerzas vivas son de hecho aquellas que Pío XII se esforzó por contener a lo largo de todo su pontificado; son aquellas del ala progresista y modernista, que tras la última guerra mundial buscaba infiltrar los seminarios y las congregaciones religiosas. Esta es la corriente que triunfó en el Concilio, provocando así la mayor revolución y la crisis más grave de la historia de la Iglesia.

Juan XXIII era profundamente liberal y sentía disgusto por todo acto de firmeza, lo que lo condujo a depositar su confianza en personas que su predecesor había condenado por modernismo. Es interesante leer el juicio que hacen de él los amigos del “Papa bueno”. En sus memorias, el Padre Congar cita un testimonio y da su opinión personal. En primer lugar, el del Pastor Roger Schutz, fundador de la comunidad de Taizé, tan cara a Juan XXIII: “Schutz me contaba, con mucha discreción además, la audiencia que, gracias al Cardenal Gerlier, tuvo con Juan XXIII la tarde misma o al día siguiente de su coronación. El Papa le dijo cosas sumamente increíbles, incluso —me decía Schutz— formalmente muy heréticas. Por ejemplo: La Iglesia Católica no posee toda la verdad; hay que buscarla juntos… Pienso que los personajes importantes de la Curia se dieron cuenta rápidamente que con Juan XXIII y su proyecto de concilio, se podía tener lugar la más extraña aventura; que había que preparar cortafuegos, volver a tomar control y limitar los daños”.(1)

El juicio del propio Padre Congar (2) también es revelador de lo que fue Juan XXIII: “El Papa no es un teólogo; tiene intuiciones. En un teólogo él verá más bien un enemigo… No tiene ninguna defensa y no tiene ninguna persona que lo defienda. Recibe asaltos de diversos costados, y en aras de la paz cede alguna cosa. En modo alguno sabe decir «no»”.(3) Todo el drama del pontificado de Juan XXIII está resumido en estas palabras. ¡Sabe Dios si el Padre Congar mismo y la corriente progresista han sabido aprovecharse de esa situación!

Durante los cursos de Actas del Magisterio que Monseñor Lefebvre nos daba en el seminario, nos enseñó que Juan XXIII no era estrictamente un modernista sino un liberal, al que no le gustaba condenar a los propagadores del modernismo. Por lo tanto, no tuvo la capacidad de resistir a los fautores del golpe de estado llevado adelante por los Cardenales Liénard, Frings, etc., a comienzos de la primera sesión del Concilio, el 13 de octubre de 1962. Conociendo esta debilidad y viéndose apoyada, el ala modernista y progresista se impuso, de modo que ¡triunfó una revolución con tiara y capa!

Es preciso recordar que el hombre liberal, sea por convicción, sea por debilidad, favorece por igual la verdad y el error, el bien y el mal, a los que concede los mismos derechos. De esta manera los católicos liberales se convirtieron en sepultureros de la Cristiandad. Prepararon la apostasía que vemos extenderse ante nuestros ojos y que Juan Pablo II estigmatizó en un chispazo de lucidez – siendo que él mismo tenía gran responsabilidad al respecto.

Elegido en 1978, Juan Pablo II intervino en el Concilio como obispo. Durante los 27 años de su pontificado trabajó por la difusión y la mundialización del espíritu del Concilio en la Iglesia, imponiendo las reformas que de él se seguían. Codificó el espíritu conciliar en el derecho canónico, en el catecismo, en la liturgia y en los concordatos firmados con los Estados.

No debemos olvidar que durante el Concilio participó activamente en la redacción de la constitución conciliar Gaudium et spes, que afirma que “por su encarnación, el Hijo de Dios en cierta manera se ha unido a todo hombre”,(4) incluso a aquellos que no son conscientes de esta unión – como decía el R. P. Rahner al hablar de los “cristianos anónimos”. Este texto dio un impulso funesto al movimiento ecumenista y a los encuentros interreligiosos, guiando el pensamiento de Juan Pablo II, que deseaba trabajar por la restauración de la unidad de los cristianos y la de todos los hombres. Juan Pablo II creía y profesaba que las religiones podían enriquecerse mutuamente y que para llegar a una futura unidad de la gran familia humana, era preciso también pedir perdón por las ofensas que la Iglesia infligió en el pasado a otras religiones. Bajo este espíritu convocó a la reunión interreligiosa de Asís en 1986 que, sin duda alguna, fue el acto más gravemente escandaloso de su pontificado. Estas reuniones interreligiosas se repitieron muchas otras veces hasta nuestros días. Animado por este espíritu participó, por ejemplo, en el rezo de “vísperas anglicanas” en San Pedro de Roma.

¿Cómo olvidar la exclamación sorprendente que hizo el 21 de marzo de 2000 durante un sermón en Tierra Santa? “Que San Juan Bautista proteja al Islam y al pueblo jordano”. ¿Y el beso estampado en el Corán el 14 de mayo de 1999 durante la visita de una comitiva musulmana en el Vaticano, cuando tantos católicos eran perseguidos a manos de los seguidores de la religión de Mahoma? ¿Cómo pudo decir a jóvenes musulmanes el 9 de agosto de 1985, que católicos y musulmanes “creemos en el mismo Dios”, cuando los discípulos del Islam niegan la Santísima Trinidad y consideran a Cristo un simple profeta? ¿Qué pensar de la rehabilitación de Lutero, hecha durante su viaje a Alemania en 1980, cuando dijo: “Vengo a vosotros para recibir la herencia espiritual de Martín Lutero; vengo como peregrino”? ¿Cómo explicar su participación activa (en agosto de 1985) en una ceremonia vudú desarrollada en un bosque de Togo, cuando los misioneros habían luchado antaño para suprimir esta práctica pagana? ¿Cómo justificar la escandalosa liturgia en Nueva Guinea (el 8 de mayo de 1984), durante la que una mujer con los pechos descubiertos leyó la epístola, y tantos otros escándalos litúrgicos en México o en Australia, realizados con el visto bueno de Monseñor Piero Marini, su maestro de ceremonias hasta el fin de su pontificado?

Debemos subrayar que nunca llamó a los judíos o a los musulmanes a la conversión y a reconocer a Jesucristo, verdadero Dios y único Salvador, con ser el primer Papa en poner un pie en sinagogas o mezquitas. Durante su pontificado y con su acuerdo, la municipalidad de Roma aceptó se construyese una mezquita, mientras los católicos no pueden tener iglesias en tierra musulmana.

Recordemos también los repetidos pedidos de perdón que el Papa Juan Pablo II formuló ante los judíos, los ortodoxos, los musulmanes, los protestantes, etc., dejando suponer que la Iglesia era casi una asociación de malhechores. ¡Las demás religiones jamás tuvieron el más mínimo acto de reciprocidad!

Cuando cayó la Cortina de Hierro, los países del Este, liberados del yugo comunista, fueron a su vez contaminados por este espíritu conciliar, del cual antes habían sido preservados. Estas causas produjeron los mismos efectos que en los países llamados libres; los hombres ganados por este espíritu se mostraron incapaces de proteger a la sociedad y a sus fieles de la decadencia venida de Occidente.

No pudieron colmar el vacío dejado por la ideología marxista ya que la teología conciliar no tenía anticuerpos para combatir el espíritu del mundo conquistador. En estos países comenzaron a caer las vocaciones y la práctica religiosa. La sociedad se laicizó. Hay que destacar que durante este largo pontificado la Iglesia Católica experimentó un inexorable declive en Europa.

¿Cómo no acordarnos igualmente de la excomunión de la Tradición católica, fulminada con ocasión de las consagraciones episcopales que Monseñor Lefebvre y Monseñor de Castro Mayer realizaron en 1988 para preservar el sacerdocio católico? La lista podría extenderse; pero con lo dicho basta. Todos los acontecimientos enumerados han aportado a una profunda crisis, de la que la Iglesia sigue sin salir. Y el Papa Juan Pablo II tiene gran responsabilidad en todo esto.

Alguno podría objetar que las vidas personales de Juan XXIII y de Juan Pablo II fueron ejemplares. ¡Es muy probable! En efecto, Juan XXIII manifestaba una simplicidad y una humildad que impresionaban; Juan Pablo II estaba animado por una hermosa piedad mariana, soportó con coraje los sufrimientos de la edad y de la enfermedad, admirando a todos los que estaban cerca de él. Ahora bien, ¿alcanza esto para llevarlos a los altares? ¡No! Porque los que serán honrados no son Giuseppe Roncalli o Karol Wojtyla sino Juan XXIII y Juan Pablo II, ambos dos Papas de la Santa Iglesia. ¿Qué se diría de un padre de familia que tuviese una hermosa piedad, diese limosnas, se dedicase al prójimo y acogiese a los necesitados, pero que no se ocupase de la educación de sus hijos, no se interesase por saber los amigos que frecuentan, que estuviese siempre fuera de su hogar, dejando que entre cualquiera a la casa, y sin darse cuenta que todo eso perjudica a la familia? ¿Se puede poner a tal padre como ejemplo? ¡No, pues habrá faltado a sus deberes de padre!

Lo mismo sucede con Juan XXIII, que dejó al enemigo modernista entrar en la Iglesia con ocasión del Concilio Vaticano II; y con Juan Pablo II, que impuso reformas catastróficas y que puso en peligro la fe por sus palabras y por sus actos. Cuando la Iglesia canoniza a un sumo pontífice, no intenta sólo proponer su persona privada a la veneración de los fieles sino al sumo pontífice como tal, jefe visible de la Iglesia, guardián y defensor de la fe católica.

Por tanto, ante la proximidad de estas “canonizaciones”, debemos decir “¡non possumus!”. No podremos venerar a estos dos papas, ni rezar a ellos; en cambio, rezaremos a Dios para que tenga piedad de sus almas y de la Santa Iglesia, que sufre tanto hoy en día a resultas de ambos pontificados.

Para concluir me resta responder una pregunta. ¿Por qué tanto apuro para realizar estas canonizaciones? ¿Por qué se dispensó a Juan XXIII de un segundo milagro? Porque cuanto más pasa el tiempo, más evidentes se hacen cada día los desastres conciliares. La herencia podría ser puesta en tela de juicio. Ya se dejan oír voces —y no de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X— que se animan a empezar a criticar el último Concilio y sus consecuencias. Entonces, para asegurar la perennidad del espíritu y las conquistas del Vaticano II, se torna necesario canonizar a sus autores y así canonizar el Concilio mismo. Ya lo veremos: en poco tiempo se hablará ¡de la beatificación de Pablo VI! He allí la razón del apuro. Al hacer estas canonizaciones, el Papa Francisco en modo alguno quiere hacer uso de su infalibilidad; en cambio, quiere complacer al mundo. Este último espera con impaciencia este “certificado de perfección”, que perennizará el recuerdo y las decisiones de dos papas que tanto trabajaron para el mundo.

Queridos amigos, en este centenario de la muerte de San Pío X, que nuestra Fraternidad celebrará solemnemente con motivo de la peregrinación a Lourdes el 25, 26 y 27 de octubre próximos, recemos a este santo pontífice, a este Papa de la Eucaristía, que salvó a la Iglesia del modernismo, para que interceda ante Dios a fin de que la Iglesia salga vencedora de esta crisis que parece eternizarse. No podemos y no debemos ser fatalistas en tiempos difíciles sino trabajar cada uno en su lugar. Respondamos con fervor a la gran cruzada de rosarios lanzada por Mons. Fellay hasta Pentecostés, para pedir que el Papa, los obispos y los sacerdotes vuelvan a la Tradición y vuelvan a colocarla en sitial de honor en la Iglesia. Hagamos penitencia por esta intención. La supervivencia de la Cristiandad y la salvación de las almas dependen de ello.

¡Ánimo, y que Dios los bendiga!

Padre Christian Bouchacourt
Superior del Distrito de América del Sur

NOTAS:

1. R. P. Congar: “Mon journal au Concile”, tomo I, págs. 8-9.
2. R. P. Congar, de la Orden de Santo Domingo, sospechado de modernismo, es apartado de todo cargo docente bajo el pontificado de Pío XII; fue rehabilitado por Juan XXIII, que lo nombró consultor para la preparación del Concilio Vaticano II, en el que luego trabajó como perito. Fue creado cardenal por Juan Pablo II en 1994. Murió en 1995.
3. R. P. Congar: “Mon jornal au Concile”, tomo I, pág. 232.
4. “Gaudium et spes”, 22, 2.


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