IC 149 - El calvario de los cristianos de Oriente

La devoción a San José en nuestros días (Editorial del número 149) - Ante esta crisis de autoridad y de magisterio en la Iglesia, la protección del poderoso Patriarca San José se hace más urgente y necesaria. Vayamos a San José.

Editorial del Superior del Distrito

Estimados Lectores:

Id a José, era la respuesta que el Faraón daba cuando Egipto por pan clamaba en el tiempo de las vacas flacas. “Vayan a José, (1) plantéenle sus problemas que él los ayudará, hagan lo que les dijere”.

En esta editorial recurramos, entonces, a San José como seguro protector y abogado delante de Dios. A él planteémosle nuestras dificultades cotidianas, familiares y eclesiales. Que su paternidad sea modelo y sostén de la auténtica autoridad.

San José, Santa Teresa de Ávila y nuestras necesidades cotidianas

Es costumbre del alma cristiana recurrir al glorioso Patriarca en sus necesidades materiales, domésticas y laborales. El pueblo fiel sabe que San José puede ayudarlo en tales asuntos pues él tuvo que ganar dinero con el sudor de su frente para alimentar y abrigar a Jesús y María.

Santa Teresa de Ávila fue ejemplo de alma devota del Esposo de María. Como este año festejamos el quinto centenario de su nacimiento, es oportuno evocar la confianza que en él tenía.

No me acuerdo hasta ahora haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer”,(2) escribía Teresa de Jesús al relatar la curación de una enfermedad que la tuvo paralítica durante casi tres años. “Él hizo que pudiese levantarme y andar y no estar tullida”.

“Es cosa que espanta las grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio de este bienaventurado Santo, de los peligros que me ha librado, así de cuerpo como de alma; que a otros santos parece les dio el Señor gracia para socorrer en una necesidad, a este glorioso Santo tengo experiencia que socorre en todas y que quiere el Señor darnos a entender que así como le fue sujeto en la tierra que como tenía el nombre de padre, siendo ayo, le podía mandar, así en el cielo hace cuanto le pide”.

Esta devoción no se restringe a las necesidades temporales.(3) Para Santa Teresa lo más importante es la influencia espiritual de San José a quien recurre como a maestro de vida interior y verdadero padre espiritual:

“Querría yo persuadir a todos fuesen devotos de este glorioso Santo, por la gran experiencia que tengo de los bienes que alcanza de Dios. No he conocido persona que de veras le sea devota y haga particulares servicios, que no la vea más aprovechada en la virtud; porque aprovecha en gran manera a las almas que a él se encomiendan. Paréceme ha algunos años que cada año en su día le pido una cosa, y siempre la veo cumplida”…

“En especial, personas de oración siempre le habían de ser aficionadas; que no sé cómo se puede pensar en la Reina de los ángeles en el tiempo que tanto pasó con el Niño Jesús, que no den gracias a San José por lo bien que les ayudó en ellos. Quien no hallare maestro que le enseñe oración, tome este glorioso Santo por maestro y no errará en el camino”.

Id a José, escuchaba como respuesta el pueblo cuando pedía pan en medio de la sequía. Vayamos, pues, y a San José recurramos en nuestras necesidades personales.

San José y las familias

Id a San José, familias cristianas, pues él se nos revela gloria de la vida de hogar, domesticæ vitæ decus, y como protección imbatible de las familias, familiarum columen. (4)

Que la familia toda vaya al Patriarca, pero en especial a él recurran los padres de familia. San José quiere bendecir a todos pero reserva una bendición particular para los jefes de hogar. Con ellos quiere entablar una amistad muy especial pues él sabe de sus preocupaciones y necesidades, del peso de su responsabilidad.

La devoción a San José es de urgente necesidad en nuestros días marcados por una profunda crisis de la autoridad familiar. Hoy por hoy los padres de familia sufren de una presión constante que quiere orillar el ejercicio de su paternidad. “No hay que imponer criterios ni costumbres. Hay que respetar la libertad e inclinaciones de los hijos”. Es una falaz invitación a deponer la responsabilidad en favor de la falsa libertad de los suyos que, sin la protección de la autoridad, quedan librados a poderes que luego de ellos hacen un festín. Vayamos a San José, pues su devoción puede contrarrestar este veneno liberal que lleva a la muerte la vida familiar. Recurramos al Protector de Jesús para que él nos enseñe la grandeza de toda autoridad.

San José y la auténtica autoridad

Hay una idea popularizada de que la autoridad es poder y fuerza para imponerse arbitrariamente a los otros. Si bien es cierto que el jefe debe tener un poder coercitivo, la autoridad es sobre todo una cuestión de inteligencia y dominio de sí mismo. Quien domina una situación por su mente y su virtud, ése tiene autoridad.

Será, entonces, necesario que en primer lugar el jefe tenga las ideas claras. Que sepa a dónde debe dirigir a los suyos. Que piense, reflexione, estudie y medite en el fin de su acción y de su autoridad. Que pida la iluminación del Espíritu Santo. Que se someta a la verdad.

Además la autoridad requiere dominio de sí mismo. Exige virtud. El buen jefe es justo, casto, prudente, fuerte, obediente, fiel, paciente.(5) Los que están bajo su mando, aprenden a vivir correctamente porque ven que su autoridad enseña lo bueno no sólo de labios para afuera. Lo vive. Vive la virtud con facilidad, alegría y connaturalidad.

La autoridad es así la capacidad-facultad-responsabilidad de hacer crecer a los otros, de guiar hacia el fin. Nadie puede guiar si no conoce el fin. Nadie puede dar un bien si antes no lo tiene. Nadie actualiza un ser en potencia si antes él no es acto.

Para Nuestro Señor la autoridad no es un privilegio a ser servido sino el deber de servir. “Vosotros sabéis que los que ocupan cargos abusan de su autoridad. No será así entre vosotros… Si alguien quiere ser grande o primero, que se haga servidor de los otros, a imitación del Hijo del hombre que no ha venido a ser servido sino a servir y a dar la vida por rescate de muchos”. (6)

San José fue el Jefe de la Sagrada Familia. Ejerció su autoridad consciente de que ella no era un privilegio sino un servicio. Fue gracias a él que Jesús y la Inmaculada vivieron protegidos de las miradas indiscretas del enemigo. Fue recién a los treinta años, no estando San José en la tierra, cuando el demonio lo pudo tentar por primera vez. Antes había encontrado un muro inexpugnable en la casa de Nazareth. Esa muralla imbatible era José, jefe, esposo, padre, protector, terror de sus enemigos.

Vayan, queridos padres de familia, a San José. Establezcan con él una especial amistad para que les enseñe la grandeza de su vocación y la necesidad urgente de no deponer tal responsabilidad. ¿A dónde irían a parar los hijos si la autoridad ya no protege y guía? La renuncia de un jefe a cumplir con su misión, ¿no sería acaso una vil entrega de los suyos a los enemigos? Si un padre no guía y protege, ¿no quedan librados sus hijos a sus propias ignorancias y pasiones?, ¿no quedan indefensos ante insidiosos poderes? Si el demonio logra callar al pastor, las ovejas serán su cruento festín. “Heriré al pastor y el rebaño se dispersará”. Padres de familia, ¡id a San José!

El "Id a San José" del Magisterio Romano

Cosa curiosa es el aumento de la devoción a San José en los últimos tiempos. El ite ad Joseph ha ido in crescendo promovido por el magisterio romano.

En los primeros siglos el culto a San José fue muy discreto. Era más bien San Miguel arcángel el objeto de la devoción cristiana. Los santuarios en honor al Jefe de la milicia angelical se multiplicaban y a él los pueblos se encomendaban en los siglos florecientes de la cristiandad.

Pero en tiempos posteriores a la Revolución Francesa, el magisterio de los Papas ha insistido en la necesidad y urgencia de recurrir a San José, Jefe de la Sagrada Familia. Así, a inicios del siglo XX, el Papa Benedicto XV enseñaba: “Al contemplar de cerca las acerbas penalidades que afligen hoy al género humano parece que debemos fomentar mucho más intensamente en el pueblo el culto al Patriarca San José y propagarlo más extensamente”.(7)

En efecto, a causa de las revoluciones posteriores al medioevo, la Iglesia se vio cercada, cada vez más estrechamente, por sombríos poderes anticristianos. Habiendo estado la antigua cristiandad fundada en la gracia sobrenatural y la verdad revelada que emanaban de la autoridad de la Iglesia Romana, la revolución buscó socavar estos pilares. Primero la revolución protestante esgrimió como argumento “Cristo, sí; Iglesia Romana, no”. En 1789 se proclamó “Igualdad y Fraternidad, sí; Imposición, no. Nuestra nueva diosa es la libertad”. Y recientemente, con la revolución marxista, se ha llevado el principio de igualitarismo a extremo desenfrenado: “Dios ha muerto, muera ya toda autoridad”.

En medio de esta tempestad angustiante, Papas como Pío IX, León XIII y San Pío X sostuvieron con firme mano el timón de la barca de Pedro. No se amedrentaron ante el furioso rugir de las amenazantes olas del mundo cada vez más anticristiano. Cierto es que la Iglesia iba perdiendo posiciones. Almas e instituciones antes católicas iban cayendo día tras día sucumbiendo al poder del enemigo. Cierto, la Iglesia retrocedía.

Sin embargo, en medio de esta tribulación, el rebaño fiel gozaba del cuidado de los Papas, verdaderos caudillos, quienes como buenos padres protegían a sus hijos. El ideal quedaba salvaguardado, la bandera de la fe y de la verdad en lo alto. A los perniciosos errores modernos condenaron sin titubear, cual pastores que indican el lugar de los peligrosos pastos. De este modo el magisterio romano advirtió con decisión el veneno mortal que contienen doctrinas como el indiferentismo, escepticismo, igualitarismo, liberalismo, ecumenismo y modernismo.

El valor de un buen capitán se descubre en la tempestad. El valor de la autoridad —que en la Iglesia, como en cualquier sociedad, es fundamental— se descubre ante las asechanzas del enemigo: la autoridad aúna y reúne, fortifica y protege, señala el camino, guía. Los Papas veían que todo se desmoronaba pero en su puesto se quedaban. No abandonaban el barco. Entendían que el combate era humanamente desigual y por eso al cielo dirigían mirada. Escribía el Papa León XIII: “Ante circunstancias tan problemáticas e infaustas, insuficientes son los remedios humanos. Hay un único recurso: suplicar la ayuda del poder divino”,(8) en la encíclica “Quamquam pluries” donde destacaba la importancia del rezo del rosario y de la devoción a San José, caudillo y capitán en los combates finales.

En este sentido, poco tiempo antes había respondido Pío IX al pedido de los Padres Conciliares del Concilio Vaticano I: “Siempre la Iglesia honró a San José, después de la Virgen Santísima, e imploró preferentemente su mediación en casos angustiosos. Viéndose, pues, en estos tristísimos tiempos la misma Iglesia por todas partes perseguida por sus enemigos, y oprimida de tan graves calamidades, hasta el punto que hombres impíos están persuadidos de que ha llegado la hora en que contra Ella prevalecerán las puertas del infierno; los Prelados presentaron sus preces y pidieron al Sumo Pontífice que se dignara proclamar a San José, Patrono de la Iglesia Católica”.(9)

El Cielo, a través del magisterio, nos advirtió la urgente necesidad de San José para los combates que se vislumbraban: el declinar de la autoridad de la Iglesia frente al mundo y de la autoridad dentro de la misma barca de Pedro…

El declinar de la autoridad de la Iglesia

El Papa Juan XXIII dio un golpe de timón a la nave de la Iglesia. Como señaló en el discurso inaugural del Concilio Vaticano II, no quería que hubieran condenas, ni hostilidades, ni profetas de calamidades. Quería más bien hacer accesible el lenguaje y la postura de la Iglesia al hombre moderno, liberal y revolucionario. Cambió el rumbo reconsiderando la relación con el mundo.

Empezó así un Concilio de apertura y acercamiento al mundo mundano: la Iglesia no se presentó revestida de la autoridad de maestra sino como compañera y amiga de los pueblos. Se implantó de manera oficiosa una nueva concepción de Iglesia, de verdad, de autoridad, de gracia y de la Santa Misa. “No queremos imponer, sino respetar. No queremos dogmatizar, sino dialogar. Queremos entender y no condenar. Que el rebaño piense y haga lo que quiera”. Las autoridades evitan enseñar la verdad católica como la única verdadera pues atentarían contra la libertad de opinión y de religión. Es lo que carcome actualmente la Iglesia: pluralismo y ecumenismo. El mismo Papa ve reducida su autoridad por la colegialidad, otro error del Vaticano II. La jerarquía eclesial tiende a desaparecer ante la creciente democracia liberal.

Y si el caudillo no quiere guiar a los suyos con la bandera en mano, el peligro de disolución del ejército es inminente. Si el capitán se esconde y abandona el barco en la tempestad, sálvese quien pueda. Si el pastor dialoga con los lobos, ¿quién protegerá las ovejas de sus amenazantes fauces?

Ante esta crisis de autoridad y de magisterio en la Iglesia, la protección del poderoso Patriarca San José se hace más urgente y necesaria. Vayamos a San José.

Glorioso Jefe San José,
Caudillo de las últimas batallas,
Protector de las débiles almas,
enséñanos a usar las armas,
desenmascara las trampas,
Mira que en ti confiados,
con la bandera de tu hijo en la mano,
a la última batalla nos libramos.

Padre Mario Trejo
Superior del Distrito de América del Sur


NOTAS:

1.Ite ad Joseph, Génesis 41, 55.
2. Esta frase y las siguientes están tomadas del capítulo VI de la autobiografía de la Santa.
3. A San José dedicará el primer convento de carmelitas descalzas y varios más llevarán el nombre del Esposo de María.
4. De las letanías de San José, que fueron aprobadas por San Pío X —quien portó desde el bautismo su nombre y protección—.
5. De las letanías de San José.
6. San Mateo, 20, 25-28.
7. Motu Proprio “Bonum sane”, del 25 de julio de 1920.
8. León XIII, encíclica “Quamquam pluries”, 15 de agosto de 1889.
9. Pío IX, decreto “Quemadmodum Deus”, 8 de diciembre de 1870.


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