El ayuno agrada al Señor

Fuente: Distrito de México

He aquí unas palabras espirituales para ayudarnos a hacer un buen ayuno en esta Cuaresma.

«Mi sacrificio, oh Señor, es un espíritu contrito. Un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias» (Sal 51, 19). «¿A qué ayunar, si tú no lo ves? ¿A qué humillar nuestras almas, si no te das por entendido?» (Is 58, 3). De esta manera, siempre tan escrupuloso cumplidor del ayuno legal, levantaba el pueblo de Israel su voz, pretendiendo exigir unos derechos en fuerza de unas prácticas penitenciales que estaban vacías de verdadero espíritu de piedad. Y la palabra del Señor respondía: «Ayunáis para mejor reñir y disputar y para herir inicuamente con el puño... ¿Es acaso así el ayuno que yo escogí?» (Is 58, 4-5). A través de la palabra del Señor la Iglesia adoctrina sobre el verdadero sentido de la penitencia cuaresmal: «inútilmente se quita al cuerpo el alimento si el espíritu no se aleja del pecado» (S. León M. 4, Sr. de Quadr.).

Si la penitencia no lleva al esfuerzo interior que elimina el pecado y a practicar las virtudes, no puede ser agradable a Dios, que quiere ser servido con corazón humilde, puro, sincero.

El egoísmo y la tendencia a afirmar el propio «yo» impulsan al hombre a querer ser como el centro del mundo...trasgrediendo por lo tanto la ley fundamental del amor fraterno… ¡Oh Señor!, durante el tiempo del ayuno conserva despierta mi mente y reaviva en mí el saludable recuerdo de cuanto misericordiosamente hiciste en favor mío ayunando y rogando por mí... ¿Qué misericordia puede haber mayor, ¡oh Creador del cielo!, que la que te hizo bajar del cielo para padecer hambre, para que en tu persona la saciedad sufriese sed, la fuerza experimentase debilidad, la salud quedase herida, la vida muriese?... ¿Qué mayor misericordia puede haber que la de hacerse el Creador creatura y siervo el Señor? ¿La de ser vendido quien vino a comprar, humillado quien ensalza, muerto quien resucita?

Entre las limosnas que se han de hacer, me mandas que dé pan al que tiene hambre; y Tú, para dárteme en alimento a mí, que estoy hambriento, te entregaste a Ti mismo en manos de los verdugos.

Me mandas que acoja a los peregrinos, y Tú, por mí, viniste a tu propia casa y los tuyos no te recibieron. Que te alabe mi alma, porque tan propicio te muestras a todas mis iniquidades, porque curas todos mis males, porque arrebatas mi vida a la corrupción, porque sacias con tus bienes el hambre y la sed de mi corazón. Haz que mientras ayuno, yo humille mi alma al ver cómo Tú, maestro de humildad, te humillaste a Ti mismo, te hiciste obediente hasta morir en una cruz.

SAN AGUSTIN

Sermón. 207, 1-2. Int. Div. n°3.