Juicio sobre la declaración de ilegitimidad de la pena capital por el papa Francisco
El nuevo Catecismo XXV° aniversario
El domingo 12 de agosto, días después de que el papa Francisco haya mandado cambiar del catecismo la respuesta que legitíma la pena de muerte por parte del poder público en los casos que es la única solución para el bien común, el padre Ezequiel Rubio, Prior de Buenos Aires, predicó un sermón acerca de este tema dando los principios de la Iglesia sobre el particular.
Amadísimos Hermanos:
Hace muy pocos días, iniciando este mes de agosto, salió en los medios la noticia de que, en el XXV° aniversario de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, el Papa Francisco, amparado en la “inviolabilidad” de la dignidad de la persona humana, ilegitima - bajo todo punto de vista- la pena de muerte, llegando, incluso, a mandar la modificación pertinente al nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, promulgado por Juan Pablo II en el año 1992.
Como la objeción que recibiría por semejante afirmación sería inminente, él mismo se encargó de pretender resolverla de antemano, diciendo que:
Aquí no estamos en presencia de contradicción alguna con la enseñanza del pasado, porque la defensa de la dignidad de la vida humana desde el primer instante de la concepción hasta la muerte natural ha siempre encontrado en la enseñanza de la Iglesia, su voz coherente y autorizada.
Agregando con la ironía que le caracteriza cuando no desea tener oposición:
La tradición es una realidad viva y sólo una visión parcial puede pensar en el «depósito de la fe» como algo estático. ¡La palabra de Dios no puede ser conservada en naftalina como si se tratara de una vieja manta para proteger de los parásitos! ¡No! La palabra de Dios es una realidad dinámica, siempre viva, que progresa y crece.
Asimismo, agregó:
Nunca ningún hombre, ni siquiera el homicida, pierde su dignidad personal porque Dios es un padre que siempre espera el retorno del hijo, el cual, sabiendo que se ha equivocado, pide perdón e inicia una nueva vida.
Ante semejantes afirmaciones, nos parece más que conveniente que nuestra feligresía tenga los conceptos en claro en materia de tal envergadura, fundados en las escrituras sagradas y en la enseñanza “siempre antigua y siempre nueva” del Magisterio multisecular de la Iglesia, y en la filosofía.
La teología moral sostiene un principio rector en dicha materia, fundado en el mismo derecho:
La Autoridad Pública y ella sola tiene derecho de aplicar la pena capital a aquellos que cometen gravísimos crímenes.
¿En qué funda su principio rector? En que dicha pena es un medio necesario para conservar el bien común.
Santo Tomás lo explica del siguiente modo:
...Toda parte se ordena al todo como lo imperfecto a lo perfecto, y por ello cada parte existe naturalmente para el todo. Así, vemos que, si fuera necesario a la salud de todo el cuerpo humano, la amputación de algún miembro (por ejemplo, si está podrido y puede inficionar a los demás), sería laudable y saludable.
Y, agregaba, a modo de advertencia para evitar la justicia por mano propia, que:
Corresponde sólo a aquel a quien esté confiado el cuidado de su conservación... Y el cuidado del bien común está confiado a los príncipes, que tienen pública autoridad, y, por consiguiente, solamente a éstos es lícito matar a los malhechores; no lo es a las personas particulares.1
Las Sagradas Escrituras, en el Antiguo Testamento, son claras al respecto:
El que hiriere a un hombre queriéndolo matar, muera de muerte”. “El que maldijere a su padre o a su madre, muera de muerte.2
Veamos, ahora, el Magisterio:
En el Medioevo el Papa Inocencio III condenó la proposición de los Valdenses que reprobaba como pecado grave todo “juicio de sangre” practicado por el poder secular, imponiéndoles la siguiente profesión de fe:
De la potestad secular afirmamos que sin pecado mortal puede ejercer juicio de sangre, con tal que para inferir la venganza no proceda con odio, sino por juicio; no incautamente, sino con consejo3
Siglos más tarde, León X condenaba la afirmación de Lutero, según la cual sería contra la voluntad divina aplicar la pena capital por delitos contra la religión tantas veces sancionados en el Antiguo Testamento.
Los Papas Alejandro VII e Inocencio XI, indican implícitamente que existen otros delitos a los que puede corresponder esa pena capital.
León XIII condenando el duelo, enseña que:
Una y otra ley divina, ora la que es promulgada por la luz de la razón natural, ora la que consta en las Letras escritas por divina inspiración, vedan estrechamente que nadie fuera de autoridad pública, mate o hiera a un hombre...4
Por fin, Pío XII, luego de hablar de las relaciones recíprocas entre la persona y la sociedad, y del poder de la autoridad pública sobre los individuos en orden sólo a su acción (por la unidad de finalidad y de acción), con una claridad meridiana, daba la estocada final enseñando que:
Aún en el caso de que se trate de la ejecución de un condenado a muerte, el Estado no dispone del derecho del individuo a la vida. Entonces está reservado al Poder público privar al condenado del «bien» de la vida, en expiación de su falta, después de que, por su crimen, él se ha desposeído de su «derecho» a la vida.5
El Catecismo de 1992 publicado por Juan Pablo II que todavía contemplaba la pena de muerte como legítima
Si miramos el sostén último de la argumentación de Francisco, sobre la “inviolabilidad de la dignidad de la persona humana” -que pretende pasar por los confines de la filosofía- tomada como un “todo absoluto”, sin hacer una necesaria distinción racional (dejemos de lado lo “sentimental”) entre el orden ontológico y el moral, considerándola de manera unívoca, en el primer sentido, es inaceptable, es erróneo y, por lo tanto, induce al error de terceros.
El hombre, por ser criatura racional, es incomparablemente superior a cualquier otro ser animal, pero esta dignidad ontológica -la del ser- está en orden a lograr su finalidad operativa que es el obrar virtuoso. De nada le sirve a un hombre ser superior en cuanto a la natura si se vuelve inferior a las bestias por su indignidad operativa.
Pero no vayamos in extremis, planteemos algo de menor escala; no consideremos la pena de muerte, sino cualquier tipo de castigo, de menor monto: ¿sería susceptible el hombre de carcelamiento, por un año, un mes o una noche, si tomamos la dignidad de la persona humana “en absoluto”? ¿No es esto, acaso, un absurdo?
No distinguir estas nociones fundamentales, nos lleva a semejantes conclusiones.
Otra argumentación en contra que podríamos traer son las llamadas penas “ejemplares”, como la de marras,1 que sirven de escarmiento y de prevención para los espíritus inquietos y que a más de uno le ha podido servir antes de delinquir.
Por fin, una última razón que se podría alegar, es el consentimiento universal de los pueblos, ya sea por una tradición desde los orígenes, ya por una reacción espontánea de justicia natural, que así lo reclama. Sin ir mas lejos, con motivo de las declaraciones recientes del Papa, un vocero del Gobierno salió a decir que “es la gente la que pide que se reprima brutalmente”
El nuevo “Catecismo de la Iglesia Católica”, afirmaba, hasta el mes pasado, que:
La enseñanza tradicional de la Iglesia ha reconocido el justo fundamento del derecho y deber de la legítima autoridad pública para aplicar penas... sin excluir el recurso a la pena de muerte.2
Declaraciones públicas posteriores [a esta afirmación del nuevo catecismo de 1992] del Cardenal Ratzinger, habían dejado entrever que se llegaría al cambio de hoy, [cambio] que lleva la firma del cardenal español Luis Ladaria, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
La nueva versión del Catecismo, enviada a los obispos, establece que:
La Iglesia enseña, a la luz del Evangelio, que la «pena de muerte es inadmisible porque atenta contra la inviolabilidad y dignidad de la persona» y se compromete «con determinación por su abolición en todo el mundo».
Mis queridos hermanos, lo que es lícito por derecho natural no puede pasar a ser ilícito en nuestros días por una evolución cultural o un progreso en la conciencia de la dignidad de la persona humana... La pena de muerte es legítima en cuanto corresponde a la legítima defensa de la sociedad.
Una vez más nos encontramos con un Papa que lo que personalmente piensa lo hace doctrina; lo que piensa, -nacido de lo que siente y proyectado al Obrar de Dios, embebido en una misericordia, no racional sino sentimental- eso enseña; si contraría a sus predecesores, lo niega relativizándolo a los cambios de épocas, ridiculizando las objeciones y pidiendo perdón por el pasado eclesial al respecto, pretendiendo que la justicia sobrenatural condene a la natural…
Todo lo cual, nos comprueba cómo la crisis de la Iglesia sigue dando sus pasos, siguen explotando las bombas de tiempo conciliares...
Sigamos, pues, serenamente mancomunados, resistiendo firmes en la Fe, con las inteligencias esclarecidas y el fervor en los corazones, pidiéndole a la Virgen de Lujan que, así como nos permitió ver -días pasados- el triunfo en la batalla por la vida, así nos permita ver el del resurgimiento de la Iglesia.
R.P. Ezequiel Rubio
Sermón del XII° domingo después de Pentecostés, 12 de agosto de 2018